Ciencia, ética y estética: el equilibrio necesario en la investigación

Filiaciones, falsas autorías, manipulación de datos... La ciencia afronta en la actualidad un dilema trascendental para preservar su credibilidad y legitimidad como pilar de conocimiento y bienestar social. Este escenario plantea preguntas fundamentales: ¿Dónde están los límites éticos? ¿cómo puede la comunidad científica garantizar la transparencia de los estudios? ¿Qué medidas deben implementarse para combatir las malas prácticas?

“La ciencia sin ética es ciega, pero la ética sin ciencia es estéril”. Esta frase, atribuida al bioquímico norteamericano Van Rensselaer Potter, cobra plena vigencia en un momento en el que la investigación y la innovación avanzan de forma exponencial, ya bien entrado el siglo XXI. Su autor, fallecido en 2001, reflexionó a mediados del siglo XX sobre cómo el conocimiento científico sin filtros ni límites podría convertirse en un grave problema para la credibilidad y la reputación de la comunidad investigadora.

Ejemplos históricos de fraude como el protagonizado por Andrew Wakefield, cuyo artículo publicado en The Lancet en 1998 vinculaba falsamente la vacuna contra el sarampión con el autismo, muestran cómo la falta de rigor puede provocar una crisis global de confianza, sembrando el miedo en millones de familias y poniendo en riesgo la salud pública. O el caso de Haruko Obokata, una científica japonesa autora de un artículo en Nature en 2014, en el que aseguró haber descubierto una técnica revolucionaria para reprogramar células madre. Investigaciones posteriores revelaron que había manipulado datos e imágenes, lo que derivó en el desprestigio de su trabajo y un daño a la credibilidad científica en general.

Hoy, con la inteligencia artificial, la edición genética o el análisis de datos masivos, que sostienen disciplinas como la biología, la farmacología o la epidemiología, entre otras, el control ético es más necesario que nunca. Desde los tiempos de Sócrates hasta ahora, persisten preguntas fundamentales: ¿Hasta dónde podemos llegar? ¿Quién decide qué está permitido y qué no?

La ciencia y la ética comparten un objetivo esencial: ambas buscan lo mejor para el ser humano. Pero debe haber límites que eviten que la búsqueda del conocimiento comprometa derechos fundamentales o erosione la confianza de la ciudadanía. Casos como el uso indebido de datos personales por parte de empresas tecnológicas o investigaciones no reguladas subrayan los peligros de una ciencia sin normas claras.

Garantía de confianza

La ética es un pilar fundamental para garantizar la integridad y la credibilidad del conocimiento científico. La confianza en los resultados de la ciencia depende de la transparencia, la honestidad y el rigor con los que los investigadores gestionan los datos y resultados. El fenómeno de las malas prácticas científicas es una preocupación global, y España no es la excepción, como señala el profesor Jordi Camí, presidente del Comité Español de Ética de la Investigación. Los datos disponibles respaldan la gravedad del problema.

Un estudio difundido en 2023 por el Science Media Centre, el primero realizado en España sobre la percepción, actitudes y experiencias respecto al fraude científico en el ámbito biomédico, reveló cifras alarmantes. Según los resultados, el 43% de los 403 investigadores encuestados (27 preguntas) admitió haber incurrido en alguna forma de mala práctica científica.

Entre las malas prácticas más comunes, la falsa autoría fue reportada por el 35% de los participantes. Además, un 10% de los encuestados admitió haber omitido el consentimiento informado en investigaciones, y un 3,6% reconoció haber falsificado o manipulado datos en al menos una ocasión. El estudio, publicado en la revista Accountability in Research, también mostró que el 78,8% de los científicos entrevistados conocía al menos un caso de conducta poco ética en su entorno laboral, resultados que subrayan la necesidad de contar con estructuras que promuevan la integridad científica y detecten las malas prácticas a tiempo.

“Es preocupante constatar que, aunque estos resultados necesiten ser confirmados, existe un entorno donde las malas prácticas parecen estar, en cierta medida, consentidas. Esto demanda una respuesta urgente. Desde hace años insistimos en la necesidad de sensibilizar sobre este problema en España. También sería esencial implementar sistemas de análisis de malas prácticas y establecer medidas disciplinarias en los casos más graves”, afirmó Pere Puigdomènech, profesor de investigación emérito del Centro de Investigación en Agrigenómica (CRAG) y presidente del Comitè per a la Integritat de la Recerca a Catalunya (CIR-CAT).

Por su parte, Eduard Aibar, catedrático de Estudios de la Ciencia y Tecnología de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), valoró el informe señalando que, aunque la muestra no sea representativa, “los resultados son muy fiables y significativos”. Aibar destacó que “el tratamiento estadístico es riguroso, y tanto el diseño de la investigación como la discusión de los resultados están sólidamente fundamentados en estudios internacionales previos”. Para Aibar, el principal hallazgo es “la alta prevalencia del fraude científico en España, donde cuatro de cada diez investigadores admiten haber incurrido en conductas fraudulentas”.

En cuanto al contexto, a nivel global, se estima que aproximadamente el 4% de los artículos científicos publicados contienen algún tipo de mala conducta.

El fraude no ocurre en un vacío. Las presiones por publicar, obtener financiación y avanzar en la carrera profesional son factores clave que alimentan la tentación de manipular datos o cometer plagio. La “carrera por publicar” está profundamente arraigada en el ámbito académico, ya que las publicaciones son una medida clave de éxito y un requisito para acceder a la financiación. Según la Universidad de Hong Kong, el 25 % de los investigadores reconoce haber sentido presión por publicar para progresar profesionalmente, lo que a menudo lleva a prácticas poco éticas, como la manipulación de los resultados, el plagio o la publicación de estudios incompletos.

Situación en el mundo y en España

Aunque las cifras en nuestro país no difieren significativamente de este promedio, uno de los principales problemas ha sido, históricamente, la falta de un organismo nacional dedicado a supervisar la integridad científica. En España, históricamente han existido redes colaborativas, oficinas, y protocolos dispersos, a diferencia de otros países europeos que cuentan con unidades específicas de integridad científica. Por ejemplo, el Reino Unido dispone de la UK Research Integrity Office, que regula las prácticas científicas y fomenta la investigación ética. En Alemania, la Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG) establece guías detalladas sobre buenas prácticas científicas. En Estados Unidos, los National Institutes of Health (NIH) y la Office of Research Integrity (ORI) han implementado normativas claras para abordar casos de mala conducta científica, como el fraude en la publicación de resultados, la manipulación de datos, entre otros.

En cuanto a España, la Red de Comités de Ética de las Universidades y Organismos Públicos de Investigación (RCE) juega un papel clave en garantizar que los proyectos de investigación cumplan con los principios éticos más estrictos. Sus orígenes se remontan a 1995, cuando Marius Rubiralta, entonces vicerrector de Investigación de la Universidad de Barcelona (UB), y María Casado, directora del Observatorio de Bioética y Derecho, identificaron la necesidad de un organismo que evaluara los aspectos éticos de los proyectos de investigación presentados a convocatorias nacionales e internacionales. En ese momento, no existían normativas ni leyes autonómicas o nacionales que regularan estas comisiones. Así, la Universidad de Barcelona fundó la primera Comisión de Bioética en España.

Con el tiempo, esta iniciativa se extendió de manera informal, creando una red de colaboración entre universidades públicas. Inicialmente, incluyó a la Universidad Autónoma de Barcelona y la Universidad de Murcia, para luego ampliarse a otras instituciones como la Universidad de Granada y la Universidad del País Vasco. Este esfuerzo culminó en 2002 con la formalización de la Red de Comités de Ética de las Universidades Públicas Españolas (RCEUE), respaldada por el Ministerio de Educación y Ciencia.

Tras el primer encuentro en Sitges (2002), la red adquirió un carácter nacional con la incorporación de los Organismos Públicos de Investigación (OPIs). Esto permitió que la red se convirtiera en un referente más amplio, integrando universidades y centros de investigación públicos de todo el país. Bajo el liderazgo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la red adoptó el nombre Red de Comités de Ética de las Universidades y Organismos Públicos de Investigación de España (RCE), fortaleciendo la colaboración y aumentando su impacto en el ámbito científico nacional.

Hoy en día, 87 universidades y centros de investigación conforman la Red de Comités de Ética de las Universidades y Organismos Públicos de Investigación de España (RCE). Su cometido incluye, entre otros, revisar y aprobar proyectos de investigación para garantizar que cumplen con los estándares éticos establecidos.

Por otro lado, la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE) también ha asumido un papel activo en el debate ético. En un artículo publicado en su web en 2023 (La ética de la ciencia), subrayan la importancia de su papel tanto para defender las posiciones científicas como para ejercer una labor pedagógica hacia los científicos y la sociedad.

En sus conclusiones, destacan varios puntos clave sobre su cometido: colaborar en la toma de conciencia sobre los requerimientos éticos de la actividad científica, participar en los debates relacionados con la adopción de legislación que afecta la actividad científica, contribuir a la definición de Códigos de Buenas Prácticas Científicas en las instituciones de investigación en España, reflexionar sobre los cambios en la evaluación de la actividad científica y en la gestión de las publicaciones en el entorno digital actual, y tomar parte en los debates sobre ideas o aplicaciones científicas y sus implicaciones.

El Comité Español de Ética de la Investigación

Y, más recientemente, el Comité Español de Ética de la Investigación (CEEI), constituido en 2023 con 12 años de retraso respecto a su inclusión en el marco de la Ley de la Ciencia, cambiará de nombre a “Comité de Integridad Científica de España”, según anunció su presidente, Jordi Camí, en una entrevista para este número. Cuando se aprobó su creación, España no contaba con un órgano respaldado por el Gobierno que garantizara que la investigación se realizara bajo los más altos estándares éticos, cumpliendo con normativas nacionales e internacionales.

Configurado como un órgano colegiado de ámbito estatal, independiente y de carácter consultivo, el CEEI tiene competencias en integridad científica, investigación responsable y ética en la investigación científica y técnica.

Entre sus funciones principales destacan: emitir informes, propuestas y recomendaciones sobre temas relacionados con la ética profesional en la investigación científica y técnica (hasta la fecha ha publicado dos informes y tres recomendaciones); establecer principios generales para la elaboración de códigos de buenas prácticas en la investigación científica y técnica, incluyendo la resolución de conflictos de intereses entre actividades públicas y privadas (estos códigos serán desarrollados por los Comités de Ética de la Investigación y el Comité de Bioética de España); representar a España en foros y organismos supranacionales e internacionales relacionados con la ética de la investigación, salvo en materia de bioética, donde la representación corresponde al Comité de Bioética de España; e impulsar la creación de comisiones de ética vinculadas a los agentes ejecutores del Sistema Español de Ciencia, Tecnología e Innovación.

En cuanto a la estética: la retractación

Adicionalmente, las malas prácticas no solo generan una imagen pésima del sistema científico, sino que también implican una carga económica significativa. Según un informe de Science Integrity (2021), las retractaciones científicas pueden costar hasta 50.000 dólares por artículo retirado, considerando gastos como la corrección de tratamientos médicos, la invalidación de ensayos clínicos y la pérdida de confianza pública. Pese a estas cifras, el número de retractaciones científicas ha crecido notablemente en las últimas décadas.

Un estudio de la Universidad de Santiago de Compostela y la Universidad de Yale (2022) señala que las retractaciones han aumentado un 10 % anual en los últimos diez años, siendo más frecuentes en la investigación biomédica, que representa el 77 % de los casos.

¿Qué podemos hacer?

La ética es un concepto complejo que ha estado en constante evolución. Desde la promulgación de la Ley de la Ciencia en 1986, que organizó y promovió la investigación científica en España, hasta la implementación del Real Decreto sobre Ensayos Clínicos en 2006, que marcó un hito en la regulación de los ensayos en seres humanos, la legislación ha buscado establecer las bases para una práctica científica ética. Asimismo, la experimentación con animales ha sido objeto de regulación, exigiendo a los investigadores justificar la necesidad de utilizar animales en sus estudios y cumplir estrictos protocolos de bienestar animal.

Sin embargo, más allá de la regulación técnica, existe una dimensión ética que no puede ser legislada de manera tan directa: los valores que guían la conducta de los científicos. La ética científica no se limita al cumplimiento de las normas, sino que incluye también los principios personales de quienes la practican, lo que plantea un desafío aún mayor. “Los valores son cuestiones profundamente subjetivas y, por ello, no pueden ser fácilmente regulados. Se transmiten principalmente a través del ejemplo y la formación continua, lo que pone de manifiesto la importancia de la educación en valores a lo largo de toda la carrera científica. Es en el doctorado, etapa clave en la formación de los futuros investigadores, donde se deben cultivar no solo los conocimientos técnicos, sino también el carácter y la ética profesional. Durante este período, los jóvenes científicos aprenden no solo a hacer ciencia, sino a ser científicos responsables y comprometidos con los principios éticos”, propone Jordi Camí. Además, subraya que la ejemplaridad de los líderes de investigación es un factor determinante para fomentar una cultura ética en el entorno científico.

Qué dice la sociedad

En el ámbito sanitario, los fraudes, como el caso de Wakefield, tienen un impacto directo y grave en la salud pública. Las decisiones basadas en investigaciones fraudulentas pueden dar lugar a políticas de salud ineficaces y costosas, como ocurrió con el movimiento antivacunas, cuyas consecuencias todavía persisten en la actualidad.

Además, el fraude científico erosiona la confianza pública en la ciencia, un recurso fundamental para abordar retos globales como la crisis climática, las pandemias y el desarrollo de tecnologías emergentes. Si la ciudadanía comienza a cuestionar la veracidad de los estudios científicos, se vuelve más vulnerable a la desinformación y las teorías conspirativas, lo que agrava los problemas sociales y científicos.

Pese a los continuos esfuerzos de organismos, universidades e instituciones por mejorar la percepción de la ciencia en España, hay datos que invitan a reflexionar. Según un estudio de la Fundación BBVA (2023), el porcentaje de españoles que considera que la ética no debería poner límites a los avances científicos ha aumentado del 47 % en 2012 al 57 % en 2023. Este incremento evidencia un cambio en la percepción pública que merece un análisis más profundo.