Arturo Muga Villate
(1961-2024)

Fue socio ordinario de la SEBBM, y también de la Sociedad de Biofísica de España, a la cual perteneció desde los primeros momentos. Asimismo, era catedrático de Bioquímica en la Universidad del País Vasco, de la que fue vicerrector, y miembro del Instituto Biofisika (CSIC, UPV/EHU).
Recuerdos profesionales y personales

Arturo Muga Villate (Bilbao 1961-2024) falleció inesperadamente el pasado 10 de abril. Fue socio ordinario de la SEBBM, y también de la Sociedad de Biofísica de España, a la cual perteneció desde los primeros momentos. Asimismo, era catedrático de Bioquímica en la Universidad del País Vasco, de la que fue vicerrector, y miembro del Instituto Biofisika (CSIC, UPV/EHU).

Con apenas 20 años, siendo estudiante de 3º de Biológicas, se incorporó como alumno interno al Grupo Biomembranas, nuestro laboratorio de la Facultad de Ciencias. Eso significaba que en los dos primeros años de la carrera había obtenido notas excepcionales. Pero lo que sobre todo destacaba en él era su carácter alegre y su facilidad para ser querido por todos. Como recordarán quienes lo conocieron, Arturo tenía un ligero tartamudeo pero, lo que para otro hubiera sido una seria dificultad para socializar, Arturo sabía convertirlo en un atractivo personal más. Se refería a él como “la moto”. “Espera”, diría, “que he cogido la moto”. Las infinitas fiestas (que para Arturo eran jaias) que en el verano vasco organiza cada ciudad, villa, aldea, barrio o comunidad de vecinos, no tenían secretos para él. Acompañar a Arturo cualquier martes por la noche a uno de estos festejos llevaba aparejado el ser automáticamente incorporado a un grupo de chicos y chicas simpatiquísimos, todos, por lo visto, amigos de Arturo desde la infancia, o desde hacía quince días, que esto no estaba claro, y con capacidad inagotable para la ingesta de kalimotxos. Sin embargo, no puedo jurar que todos ellos estuvieran al día siguiente, como Arturo, a primera hora en su trabajo, como si no hubiera pasado nada: Arturo, el niño favorito de todos, y casi la mascota del labo.

Se formó, como digo, en la Universidad del País Vasco, y realizó su tesis doctoral con el inolvidable José Luis R. Arrondo, de quien aprendió la espectroscopia infrarroja y el trabajo con proteínas de membrana. Continuó su formación con Henry H. Mantsch, pionero de la espectroscopia IR con transformada de Fourier, en el National Research Center Canada, en Ottawa. A su vuelta a Bilbao, cuando podía seguir cobrando réditos del ya entonces pujante Grupo Biomembranas, tuvo la valentía intelectual de abrir una nueva línea, y orientó su trabajo hacia las chaperonas moleculares, campo en el que obtuvo importantes descubrimientos. José M. Valpuesta, antiguo miembro del grupo, jugó aquí un papel importante con su experiencia en el tema e importante instrumentación en el CNB-CSIC de Madrid. Arturo explicó, entre otras cosas, cómo la DnaJ de E. coli, una Hsp40 de Tipo I, que funciona como cochaperona de DnaK (Hsp70), reconocía y unía sus sustratos proteicos. Igualmente fue capaz de discernir cómo las llamadas hélices A y B de la DnaK contribuían a la comunicación alostérica de esta proteína. No merecen olvidarse sus resultados sobre interacción proteína-membrana, en colaboración con su antigua compañera de clase, hoy catedrática en Bergen (Noruega), Aurora Martínez-Ruiz. En los últimos años, con su mano derecha Fernando Moro, venía además obteniendo brillantes resultados sobre la conversión oligómero-fibrilla de la sinucleína.

La mili de Arturo fue un suceso vivido con intensidad por todo el laboratorio. Arturo veía incompatible su carácter libre y jocoso con la disciplina castrense. Conforme iban transcurriendo los meses, y la fecha fatal se iba acercando, Arturo discurría nuevos y cada vez más alambicados procedimientos para librarse, algunos no exentos de riesgo. Recuerdo en particular que hizo fabricar a su padre, Agricio Muga, ebanista de prestigio, una especie de plantillas de madera que él calculaba que le iban a deformar los pies, originando pies cavos. Lo que le produjeron fue un martirio durante semanas, sin que sus resistentes plantas se alteraran. Todo fue en vano, y allá que se fue nuestro entonces doctorando, él y nosotros con el corazón encogido. Para resumir, pasados los tres meses de campamento, Arturo fue destinado a un cuartel en Madrid, encargado del botiquín. En todo el cuartel, solo había dos personas con línea telefónica directa al exterior, uno era el coronel, y el otro… no hace falta decirlo. A través de ese teléfono Arturo le explicaba a su director de tesis los espectros que necesitaba, y José Luis, con paciencia de santo, se los hacía sin rechistar. Por si fuera poco, como tenía las tardes libres, las utilizó para ponerse en contacto con Carmelo Bernabéu, del CIB-CSIC, con quien llevó a cabo interesantes experimentos de la interacción del SDS con la β-galactosidasa de E. coli. En resumen, la temida mili le sirvió a Arturo para avanzar notablemente en su tesis.

Todo le salía bien a Arturo. Todo, menos lo más importante. En el verano de 2000, su esposa María González fue diagnosticada de un cáncer, al que no pudo sobrevivir. Falleció en junio del 2001, cuando Elena, su hija, tenía 5 años. La tragedia de la muerte de María y la nueva y dolorosa situación que le tocaba afrontar fueron forjando un Arturo distinto, pero reconocible en los aspectos esenciales que hasta entonces habían marcado su vida: siguió siendo un padre aún más volcado en la atención a Elena y también continuó siendo un profesor e investigador con dedicación intachable.

Arturo Muga, persona inolvidable y compañero ejemplar. Descanse en paz.