Federico Mayor Zaragoza: amor de poeta

Im wunderschönen Monat Mai,
Als alle Vögel sangen.
Da hab’ ich ihr gestanden
Mein Sehnen und Verlangen
.
(H. Heine)

Federico Mayor (así, sin Zaragoza) es un nombre que oigo por primera vez de boca de mi maestro, don José María Macarulla, hacia 1970, siendo yo flamante alumno interno del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Navarra. Macarulla no regalaba elogios, pero hablaba con cariño de Federico. Habían hecho sus tesis doctorales casi a un tiempo, en los años cincuenta, uno en Barcelona y el otro en Pamplona y Zaragoza, y los dos habían trabajado en el metabolismo de aminoácidos. En aquellos tiempos, cuando un bioquímico necesitaba un reactivo, se lo tenía que sintetizar, pues no existían empresas con los enormes catálogos que ahora son parte de nuestra cotidianeidad. Otra posibilidad, poco frecuente, era encontrar un colega generoso (o inteligente) dispuesto a intercambiar unos miligramos de cisteína por otros pocos de glucosamina, por decir algo. Bueno, pues eso es lo que había ocurrido entre Mayor y Macarulla. Y, desde aquella fecha remota de mis primeros escarceos bioquímicos, el leridano seguía hablando del barcelonés siempre que tenía ocasión. Algunas de estas ocasiones me llamaron profundamente la atención, pues consistían en libros de poemas que Federico le enviaba con dedicatorias cariñosas. No suele uno asociar a los científicos con la poesía, y de ahí mi sorpresa. Pero, sin dármelas yo, ni mucho menos, de crítico literario, mi sorpresa fue mayor, y más agradable, al comprobar la profundidad y el tino de muchos de aquellos poemas.

Murió mi padre científico en 2012, y su amigo Federico, con su fino instinto, debió de decidir que yo era el hereu espiritual de José M., y a partir de entonces fui yo el receptor de los poemarios. El último, la Antología, de 2020, nos llegó dedicada a Alicia y a quien esto escribe. La lectura y relectura reposadas de este tesoro de hondura literaria revelan, más bien ponen al desnudo, el alma de quien, ahora lo vemos, fue sobre todo un poeta. Como poeta, cantó al amor, no podía ser de otra manera. Y por eso me viene a la memoria el schumanniano Dichterliebe, Amor de poeta, con textos de Heine, que ha emocionado a tantas generaciones de músicos y melómanos.

El amor del poeta Federico Mayor se desborda, sobre todo, en la familia próxima, en la humanidad como familia extensa, y en Dios, entendido como fuente de todo amor. El primer poema de la Antología, fechado en 1954 (pág. 13*), es toda una declaración de principios:
“Si luego de nacer
sólo muriera, […]
asumiría sólo este tormento.
Yo no daría hijos a la tierra…”

Pero él no cree “que mi amor/ termina con mis días”, y así, da a la tierra hijos, nietos y bisnietos, todos ellos destinatarios de otras tantas joyas de este poemario. A los bisnietos Martina, Tristán y Julieta “que exigen que nos atrevamos a propiciar cambios radicales” está dedicado en uno de los últimos poemas (“Manejan”, pág. 446). Y, por supuesto, la esposa María, que aparece en pocos pero significativos momentos (“Qué vells mos fem, Maria”, pág. 450):
“¿Cuántos recodos
nos quedan todavía?
Quedará la huella…
Quedará el recuerdo…”

También el trabajo de investigación se hace poesía (“A Alfonso Cano”, pág. 18):
“…levadura
ciclo de Krebs
aminación del piruvato.”

Su trabajo de alto funcionario internacional le descubre nuevos países y nunca vistas formas de dolor. Así, en Chisinau (Moldavia) escribe en 1998 (pág. 252):
“Soñé
que germinaban las semillas
de ‘basta!’
que habíamos sembrado
en eriales”.

O los poemas de Rwanda, con ocasión del genocidio de 1994, “Si de verdad”, “Esto es la muerte”, “Se me cae la cara de vergüenza”, “No obedezcas” (págs. 213-217), que culminan, en cierto modo, en el “Anteayer en Rwanda” (págs. 218-219):
“Anteayer, en Rwanda,
en Ntarama, […]
lloré por los que murieron.
Ayer,
lloré y protesté en Bujumbura
por los que viven mueren
de abandono e injusticia.
Hoy, en Sarajevo,
la herida urbana
de la guerra, …”

Muy anterior, de cuando no podía sospechar la cantidad de dolor que iba a tener que soportar sin digerir, es “Paloma de la paz” (1980, pág. 36), escrito bajo el lema de John Lennon Give peace a chance:
“¿A dónde
                           va
                                                          mi vuelo?
¡Cesad el fuego!
¡… que estoy
                       sin alas
                             sin aire
                                   sin paz
                                … y sin olivo!

La meditación sobre la trascendencia, la fe alimentada en la duda, ya presente, como decíamos, en el poema que abre el compendio, acompaña a los otros grandes temas (paz, familia, rebeldía) a lo largo de toda la vida/obra del poeta.
“¿Y dónde tu rostro, Señor? ¿Dónde? […]
Cuando el hombre esté ante el mar
o ante la noche, ven Señor:
¡Muestra tu rostro!”
(“Solo en el crepúsculo”, 1976, pág. 23).

O el magnífico “Única luz”, fechado en Jerusalén, en 1993 (pág. 153):
“Caminos de Cafarnaúm.
Caminos de Bethesda.
Puertas de Jerusalén.
Aquí mi caminar
sobre Tu huella”.

En fin, la Antología se cierra con el poema “Comprendo”, escrito en Madrid, en el último día de 2018 (pág. 451). En su encabezamiento, las palabras de Pedro Salinas (“Seguir, el deber supremo”), que explican bien el poema y la vida de Federico. El poema de Mayor termina, y con él la Antología:
“… Era cierto:
No hay nada imposible.
Aúpate,
porque el amanecer
aguarda…
¡y espera!”

Esa confianza en que el amanecer nos aguarda es, quizá, la última lección del profesor y del poeta.

Gracias, don Federico.

*Las páginas se refieren a la edición de la Revista Litoral, Málaga, 2020.