
El Guino y Juan Carmelo: así los conocía yo, y así aparecen en mi recuerdo estos dos grandes amigos. Nuestra directora me ha invitado amablemente a escribir una semblanza sobre el Guino. Una semblanza es, según la RAE, un “retrato o bosquejo biográfico de una persona”, y yo, pensando en cómo mostrar algunos matices menos conocidos del retrato del tarraconense, me he sorprendido con los paralelismos entre su vida y la del murciano, y he pensado que merecía la pena intentar hacer aquí este doble homenaje (perdona, Inmaculada, por mi atrevimiento). Los paralelismos son claros, los dos estaban en el mismo rango de edad, los dos fueron queridos y distinguidos colegas, los dos muy implicados en la gestión internacional de la ciencia, los dos nos fueron arrebatados, a edad muy parecida, por enfermedades tumorales, los dos plantaron cara a la Parca como valientes. Y, desde luego, los dos me honraron con una amistad nacida en condiciones diríase que adversas, como dicen que se forjan las grandes amistades en la guerra. Juan Carmelo y yo hicimos la tesis juntos en el mismo laboratorio de la Universidad de Navarra, y leímos la tesis el mismo día. A Joan y a mí nos enfrentó el destino en las temibles oposiciones de seis ejercicios para ser profesores agregados. No diré que sufrimos como en el frente de Teruel, pero, desde luego, parafraseando a la reina Victoria, “we were not amused”.
Un aspecto quiero señalar, que me es particularmente caro: el Guino y Juan Carmelo son, quizá, las dos personas con las que más me he reído en mi vida, y esto es mucho decir. Además, y para mi fortuna, los sentidos del humor de ambos no eran idénticos. En el Guino llamaba la atención su falta de prejuicios, contando chistes picantes a los empingorotados dons de Cambridge, o cantando “Montañas nevadas” en la sede de un ministerio socialista en Madrid. También en Cambridge, nos presentaron a un intérprete que nos iba a acompañar en la visita, como si nosotros fuéramos marcianos analfabetos. Entonces Joan decidió hacer un examen al incauto intérprete, y, como hacía frío, le escribió, para que lo tradujera al inglés, lo de “cuando el grajo vuela bajo hace un frío del car…” . El pobre intérprete casi se desmaya, farfulló algo incomprensible, y no le volvimos a ver. La vis cómica de Juan Carmelo era, sobre todo, el surrealismo, y el contar cosas absurdas con cara de palo. Me vienen a la cabeza dos anécdotas que protagonizamos los tres y que, al cabo de los años, aún me parecen increíbles. Una tuvo lugar en Madrid (yo creo que al Guino le inspiraba esta ciudad), cuando coincidimos los tres en una evaluación de becas predoctorales del gobierno de la Comunidad, que incluía entrevistas a los futuros doctorandos. Nos habíamos citado en una de las pastelerías Mallorca, justo enfrente de la dependencia oficial donde íbamos a ejercer nuestra labor. Bueno, pues lo de Mallorca despertó en el Guino una de sus pasiones secretas, o sea, las canciones del festival de Benidorm de los años 60, de manera que se puso a cantar, con buena afinación, la de “Volando, volando, a Mallorca voy, a Mallorca voy”. Nosotros dos nos unimos, naturalmente, y así, cantando, salimos los tres de la pastelería, cantando cruzamos la calle, y cantando entramos en los locales del Gobierno de Madrid, con no poco asombro de los probos funcionarios… y de los candidatos que habíamos de entrevistar.
En otra ocasión inolvidable, Juan Carmelo, a la sazón presidente de la Academia de Ciencias de la Región de Murcia, tuvo la generosidad de hacernos Académicos Correspondientes al Guino y a un servidor. Para la ceremonia nos vestimos el chaqué preceptivo. El plan era, luego, pasar por el hotel para cambiarnos antes de comer, pero Juan Carmelo, en su versión surrealista, decidió que ya se había hecho tarde, y que nos íbamos derechos, con chaqué y todo, al (inolvidable) Rincón de Pepe. El Guino aprobó inmediatamente la medida, y añadió que podíamos decir que veníamos de una convención del “Cobrador del Frac”. Efectivamente, nuestra entrada en el comedor produjo abundante enarcamiento de cejas, y a alguien que se fijaba demasiado en nosotros le preguntó Guino directamente: “¿Que nunca ha visto Vd. a los cobradores del frac?” En aquel ambiente, con abundancia de empresarios y hombres de negocios, nuestra presencia hizo bajar la temperatura del restaurante a extremos glaciales, y las conversaciones se hicieron murmullos inaudibles.
Naturalmente que estas anécdotas, y otra docena de disparates similares que podría contar, no empañan lo más mínimo la estatura científica ni la ejemplaridad cívica del Prof. Guinovart. Al contrario, creo yo, contribuyen a humanizar su figura, que, como las de tantos otros científicos, puede aparecer hierática o distante para los que no han tenido el privilegio de tratarle. Me envió un correo electrónico cuando faltaban poco más de veinticuatro horas para su óbito. Supe más tarde que había escrito docenas de estos mensajes en sus últimas horas. Me recordó lo que Pedro Mourlane Michelena llamaba “los tres momentos de le elegancia española: el de estar a caballo, el de estar de rodillas, y el de decir a la Muerte: ¡Vámonos!”. Así asociaba Joan su despedida con la de Alonso Quijano el Bueno: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Diremos, en fin, lo que Jorge Manrique de su padre, que, “aunque la vida perdió/ dejónos harto consuelo/ su memoria”. Ya sé que esto no es más que literatura, pero el arte tiene, entre otras propiedades mágicas, la de reconciliarnos con la naturaleza inclemente.