En la década de 1940, años antes de que se determinara la estructura de la doble hélice del ADN, Barbara McClintock realizó un descubrimiento sorprendente. Observó que existían fragmentos en los cromosomas que podían moverse de un lugar a otro, y determinó que este movimiento causaba cambios en la expresión genética y en el color de los granos del maíz, un organismo que llevaba estudiando desde hacía años. Desafortunadamente, McClintock se adelantó a su tiempo. La idea de que los genes no fueran entes fijos, unido posiblemente a que este descubrimiento viniera de mano de una mujer, generó tanto escepticismo que ocasionó que decidiera dejar de publicar sus descubrimientos en esta área. No fue hasta la década de los 60, cuando Jacob y Monod llegaron a conclusiones similares analizando el operón lac, que se empezó a valorar la importancia de sus descubrimientos. En 1983, treinta años después de su descubrimiento, su trabajo fue recompensado con el premio Nobel de Medicina o Fisiología por sus estudios sobre los elementos transponibles.
Desde entonces, estos elementos móviles o transposones se han encontrado en todos los reinos de la vida, en ocasiones en porcentajes sorprendentemente elevados del genoma -por ejemplo, en maíz pueden llegar a formar el 80% del material genético. Esta cantidad, sin embargo, es extremadamente variable y todavía no se comprende con precisión por qué en otros organismos, como las abejas, apenas llegan al 2-3%. En humanos, concretamente, el 45% del genoma deriva de elementos móviles. Afortunadamente, la mayoría de ellos, a ñps qie se demp,omam fósiles moleculares, se han inactivado a lo largo de la evolución. Sin embargo, algunos de ellos permanecen activos y se han visto implicados en desarrollo y plasticidad neuronal, así como en diversas enfermedades como la hemofilia, la esquizofrenia y el cáncer.
Su actividad puede modificar la expresión genética, diseminar genes de resistencia a antibióticos y virulencia, promover reorganizaciones genómicas y acelerar procesos evolutivos. De manera interesante, algunos de estos elementos han sido domesticados por la célula huésped. Uno de los ejemplos más emblemáticos son las recombinasas RAG1 y RAG2, que se cree que son antiguas transposasas que fueron incorporadas en nuestras células y donde ahora realizan los reordenamientos genéticos necesarios para producir los anticuerpos (recombinación VDJ). Otros elementos son ampliamente utilizados como herramientas biotecnológicas. Un ejemplo de esto es el transposón sleeping beauty (bella durmiente) que está mostrando un gran potencial en terapia celular.
Sin embargo, a pesar de que han pasado más de setenta años desde su descubrimiento, todavía existen muchos interrogantes acerca de cómo se regula la actividad de estos elementos. Dentro de las células, el proceso de transposición debe estar estrechamente controlado para evitar que se produzcan roturas y reordenamientos cromosómicos. Las transposasas son las enzimas responsables de reconocer los extremos del transposón y de catalizar su movimiento a otros lugares del genoma. El proceso de transposición ocurre mediante una serie de reacciones de escisión e inserción del ADN llevadas a cabo por complejos nucleoproteicos, que incluyen la transposasa, llamados transposomas. Estos ensamblados dinámicos necesitan realizar grandes cambios conformacionales para controlar que una vez que se inicie el proceso la reacción se complete de manera eficiente. Los transposomas, además, no solamente pueden adoptar diferentes conformaciones durante el proceso, sino que su composición también varía entre las distintas etapas.
Esta complejidad hace que la regulación de la transposición del ADN haya sido difícil de estudiar con detalle a nivel molecular. Desde hace años, varios grupos han utilizado la cristalografía de rayos X para estudiar la estructura de estos complejos y sus esfuerzos han permitido obtener imágenes de alta resolución de las primeras transposasas. Sin embargo, en numerosas ocasiones es difícil obtener estos complejos en grandes cantidades o son demasiado flexibles para formar cristales ordenados. Afortunadamente, la crio-microscopía electrónica permite determinar la estructura de macromoléculas sin que tengan que ser cristalizadas. En esta técnica, en concreto, una fina capa de la muestra en solución debe ser congelada rápidamente a temperatura de nitrógeno líquido (alrededor de -180 °C) para preservar su estructura y poder ser observada en el microscopio electrónico. Posteriormente se toman miles de imágenes de moléculas individuales y se procesan digitalmente para obtener la reconstrucción tridimensional de la molécula en cuestión. Una ventaja adicional, es que es posible analizar muestras flexibles y heterogéneas, e incluso obtener distintos estados de un mismo set de datos.
Durante los últimos años se han producido una gran cantidad de avances técnicos que están facilitando que se puedan adquirir y procesar datos de una manera más eficiente y determinar estructuras de máquinas macromoleculares a mayor resolución. La combinación de la crio-ME con otras metodologías punteras está facilitando la caracterización de estos enigmáticos elementos móviles con un detalle sin precedente, ayudando a entender cómo reorganizan regiones enteras del genoma o participan en la aparición de cepas multirresistentes y permitiendo desarrollar herramientas biotecnológicas nuevas y más eficientes.
Referencias:
- Craig, N.L., Craigie, R., Gellert, M., and Lambowitz, A.M. (2002). Mobile DNA II (Washington, DC: ASM Press).
- Dyda, F., Chandler, M., and Hickman, A.B. (2012). The emerging diversity of transpososome architectures. Q. Rev. Biophys. 45, 493–521.
- Hickman, A.B., and Dyda, F. (2016). DNA Transposition at Work. Chem. Rev. 116, 12758–12784.
- McClintock, B. (1950). The origin and behavior of mutable loci in maize. Proc. Natl. Acad. Sci. U. S. A. 36, 344–355.
- Nakane, T., Kotecha, A., Sente, A., McMullan, G., Masiulis, S., Brown, P.M.G.E., Grigoras, I.T., Malinauskaite, L., Malinauskas, T., Miehling, J., et al. (2020). Single-particle cryo-EM at atomic resolution. Nature 1–5.
- Nogales, E., and Scheres, S.H.W. (2015). Cryo-EM: A Unique Tool for the Visualization of Macromolecular Complexity. Mol. Cell 58, 677–689.