Al estudiar las proteínas, se suelen distinguir dos clases: las proteínas solubles y las proteínas de membrana. Las proteínas solubles pueden ser enzimas, moléculas transportadoras, componentes del sistema inmunitario, componentes estructurales, etc. Estas proteínas son las más estudiadas ya que se pueden obtener en gran cantidad y en estado puro (es decir, sin estar mezcladas con otras proteínas, como ocurre en el interior de la célula), y porque su estructura tridimensional se puede determinar, con mayor o menor dificultad, por medio de técnicas como la cristalografía de rayos-X o la resonancia magnética nuclear. Todas las proteínas con estructura tridimensional conocida se almacenan en la base de datos Protein Data Bank (PDB) que, a día de hoy, contiene 83.684 estructuras proteicas [1].
Por otro lado, se ha estimado que aproximadamente el 30% de las proteínas codificadas en nuestro genoma corresponde a proteínas de membrana. Estas proteínas desempeñan funciones cruciales para las células, actuando como receptores (los «sentidos» que detectan señales del entorno y generan una respuesta en el interior de la célula) o como canales iónicos (que deciden quién, cómo y cuándo puede entrar o salir de la célula). Sin embargo, su estudio plantea serias dificultades, ya que se encuentran a una concentración mucho menor que las proteínas solubles, es muy difícil conseguirlas en estado puro y, sobre todo, son incapaces de mantener su estructura y su función fuera de la bicapa lipídica de la membrana. Por ello, el estudio estructural de estas proteínas es particularmente difícil. Hoy en día, sólo se conoce la estructura de 399 proteínas de membrana (el 0,5% de todas las estructuras conocidas), y se pueden encontrar en el PDB o en otra base de datos especializada: Membrane Proteins of Known 3D Structure [2].
Sin embargo, existe otra clase menos conocida de péptidos o proteínas que se sintetizan en forma soluble pero que pueden acabar formando parte integral de una membrana. En muchos casos, estas proteínas son toxinas citolíticas que, una vez excretadas al medio, forman poros en las membranas de las células de otros organismos y las matan. Estas proteínas se conocen como «toxinas formadoras de poros» (PFT) y se pueden encontrar en muchos procariotas (bacterias), pero también en eucariotas (vegetales y animales). Su función suele ser defensiva, ya que permiten deshacerse de otros organismos potencialmente dañinos, pero también ofensiva, para capturar presas y alimentarse.
Entre las PFT más estudiadas se encuentran las actinoporinas. Son toxinas sintetizadas por las anémonas marinas del género Actinia, que se pueden observar fácilmente dando un paseo por la zona rocosa de la playa cuando la marea está baja. Si se encuentran con sus tentáculos desplegados, es fácil quedarse fascinado por la belleza de estos animales (Figura 1A). Sin embargo, esta belleza es engañosa: a pesar de ser animales sésiles (viven fijados al sustrato rocoso) son unos depredadores implacables. Si algún pez o crustáceo pequeño tiene la mala suerte de quedar atrapado entre sus tentáculos, unas células especiales denominadas nematocistos le inyectarán las toxinas que primero le dejarán inmóvil y, después, acabarán matándolo. Si decidimos molestar al animal y lo tocamos, esconderá rápidamente sus tentáculos, no sin antes proyectar una buena dosis de veneno repleto de actinoporinas, por si acaso. Así de fácil es conseguir estas proteínas para estudiarlas en el laboratorio.
El estudio estructural de la fragaceatoxina C, una actinoporina purificada a partir del veneno de Actinia fragacea, ha permitido esclarecer, al menos en parte, el mecanismo que permite a esta toxina pasar de un estado soluble a un estado insertado en la membrana [3]. En su estado monomérico, la proteína está formada por un sándwich beta flanqueado por dos α-hélices, de las cuales, sólo la N-terminal (la hélice α1) podría separarse del cuerpo central de la proteína para formar el poro (Figura 1B). El estado oligomérico está formado por nueve monómeros idénticos que dan lugar a una estructura en forma de corona, revestida en su interior por las hélices N-terminales (Figura 1C). Esta estructura podría corresponder a un intermediario previo a la formación del poro. A partir de esta estructura, la inserción de las α-hélices N-terminales generaría un poro transmembrana formado exclusivamente por nueve monómeros de proteína (Figura 1D). Este modelo difiere notablemente del modelo de «poro toroidal» propuesto anteriormente para otras actinoporinas, según el cual, el poro estaría formado por cuatro monómeros de actinoporina y un número indeterminado de lípidos [4,5].
REFERENCIAS
- Protein Data Bank: http://www.rcsb.org
- Membrane Proteins of Known 3D Structure: http://blanco.biomol.uci.edu/mpstruc/listAll/list
- Mechaly, A. E, Bellomio, A., Gil-Cartón, D., Morante, K., Valle, M., González-Mañas, J. M,. y Guérin D. M. Structural insights into the oligomerization and architecture of eukaryotic membrane pore-forming toxins. (2011) Structure, 19: 181-191.
- Mancheño, J. M., Martín-Benito, J., Martínez-Ripoll, M., Gavilanes, J. G. y Hermoso, J. A. Crystal and electron microscopy structures of sticholysin II actinoporin reveal insights into the mechanism of membrane pore formation. Structure 11, 1319-1328 (2003).
- Modelo de poro toroidal de la esticolisina-II http://www.xtal.iqfr.csic.es/grupo/xjuan/STN2.htm